La autorregulación emocional no sólo tiene que ver con la capacidad de disminuir el estrés o sofocar los impulsos, sino que también implica la capacidad de provocarse deliberadamente una emoción, aunque ésta sea desagradable. Según me han dicho, algunos recaudadores de impuestos se motivan para llamar por teléfono induciéndose un estado anímico de enojo e irritabilidad; los médicos que están obligados a dar malas noticias a sus pacientes o a los familiares de éstos deben aparentar un estado de ánimo tan sombrío y serio como el de los empleados de la funeraria que atiende a la afligida familia, mientras que en la industria de los servicios y de los grandes almacenes son proverbiales las recomendaciones para que los vendedores se muestren amables con los clientes.
Cierta escuela teórica argumenta que, cuando se obliga a los trabajadores a mostrar una determinada emoción, tienen que llevar a cabo un costoso “esfuerzo emocional” para poder seguir manteniendo su puesto de trabajo. Cuando los dictados del jefe determinan las emociones que la persona debe expresar, el resultado es la enajenación de nuestros propios sentimientos. Los empleados de los grandes almacenes, las azafatas de vuelo y el personal de los hoteles se hallan entre los trabajadores más proclives a padecer este control de su corazón que Arlie Hochschild -socióloga de la Universidad de California (Berkeley)- define como una «mercantilización de los sentimientos humanos» y equipara a una forma de esclavitud emocional.
Pero una observación más detenida nos revela que esta imagen no es más que la mitad de la historia porque, para poder determinar el coste de este esfuerzo emocional, debemos conocer antes el grado de identificación que mantiene la persona con su trabajo. Por ejemplo, la solícita dedicación de una enfermera al consuelo de un paciente atribulado no sólo no implica ninguna carga emocional sino que, muy al contrario, da sentido a su trabajo.
Pero cuando hablamos de autocontrol emocional no estamos abogando, en modo alguno, por la negación o represión de nuestros verdaderos sentimientos. El “mal” humor, por ejemplo, también tiene su utilidad; el enojo, la melancolía y el miedo pueden llegar a ser fuentes de creatividad, energía y comunicación; el enfado puede constituir una intensa fuente de motivación, especialmente cuando surge de la necesidad de reparar una injusticia o un abuso; el hecho de compartir la tristeza puede hacer que las personas se sientan más unidas y la urgencia nacida de la ansiedad -siempre que no llegue a atribularnos- puede alentar la creatividad.
También hay que decir que el autocontrol emocional no es lo mismo que el exceso de control, es decir, la extinción de todo sentimiento espontáneo que, obviamente, tienen un coste f ísico y mental. La gente que sofoca sus sentimientos -especialmente cuando son muy negativos- eleva su ritmo cardíaco, un síntoma inequívoco de hipertensión. Y cuando esta represión emocional adquiere carácter crónico, puede llegar a bloquear el funcionamiento del pensamiento, alterar las funciones intelectuales y obstaculizar la interacción equilibrada con nuestros semejantes.
Por el contrario, la competencia emocional implica q ue tenemos l a posibilidad de elegir cómo expresar nuestros sentimientos. Esta aguda sensibilidad emocional se vuelve particularmente importante en el marco de la economía global actual, puesto que las reglas básicas que rigen la expresión emocional varían de una cultura a otra y, de este modo, lo que resulta apropiado en un determinado entorno social puede ser completamente inadecuado en otro. Por ejemplo, los ejecutivos de las culturas emocionalmente más reservadas -como el norte de Europa-, suelen ser calificados de “fríos” y distantes por sus colegas latinoamericanos.
En los Estados Unidos, la falta de expresividad emocional suele ser considerada negativamente como una muestra de distanciamiento e indiferencia. Un estudio llevado a cabo con unos dos mil supervisores, directores y ejecutivos de empresas de nuestro país reveló la existencia de un poderoso vínculo entre la falta de espontaneidad y el bajo rendimiento laboral. Así, mientras los directivos “estrella” eran más espontáneos que sus colegas mediocres, los ejecutivos -en tanto que colectivo- eran mucho más comedidos en su expresión emocional que los jefes de niveles inferiores. Es como si los ejecutivos concedieran más importancia al impacto que pueda tener el hecho de expresar un sentimiento “inadecuado”.
El estilo comedido que impera en los niveles más elevados nos transmite la sensación de que el entorno laboral es un caso aparte en lo que concierne a las emociones, una “cultura” ajena al resto de la vida. En el entorno íntimo de los amigos o de la familia, no sólo podemos sacar a relucir y lamentarnos de cualquier cosa que nos apesadumbre, sino que debemos hacerlo, pero las reglas emocionales del mundo laboral son muy diferentes.
La autorregulación -la capacidad de controlar nuestros impulsos y sentimientos conflictivos- depende del trabajo combinado de los centros emocionales y los centros ejecutivos situados en la región prefrontal. Ambas habilidades primordiales -el control de los impulsos y la capacidad de hacer frente a los contratiempos- constituyen el núcleo esencial de cinco competencias emocionales fundamentales:
• Autocontrol: Gestionar adecuadamente nuestras emociones y nuestros impulsos conflictivos
• Confiabilidad: Ser honrado y sincero
• Integridad: Cumplir responsablemente con nuestras obligaciones
• Adaptabilidad: Afrontar los cambios y los nuevos desafíos con la adecuada flexibilidad
• Innovación: Permanecer abierto a nuevas ideas, perspectivas e información
Autocontrol
Mantener bajo control las emociones e impulsos conflictivos
Las personas dotadas de esta competencia
• Gobiernan adecuadamente sus sentimientos impulsivos y sus emociones conflictivas
• Permanecen equilibrados, positivos e imperturbables aun en los momentos más críticos
• Piensan con claridad y permanecen concentrados a pesar de las presiones
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